Hay un sitio mágico en la tierra. Un lugar donde se para el tiempo, donde se funde agua con agua, con cielo, con las personas. Y está cerca… tan cerca que a lo mejor no te has dado cuenta que hablamos de la Albufera.
La dorada calma de sus aguas, contrasta con la mirada al cielo de las cañas que sirven de guía a los pescadores y barcas con turistas que se acercan a contemplar su belleza. Postes clavados en sus entrañas, que sirven de sustento de aves que vienen a visitarla.
Más allá de sus aguas, se dibujan en el horizonte, ligeras figuras de montañas en lontananza, separándola de su gran amor, el cielo. Ese cielo que se torna rojizo en los atardeceres más bellos del mundo y que hace sonrojarte las mejillas por ese amor inconfesado y durante tanto tiempo secreto.
En sus mágicas y dulces aguas hay otro gran amor… el mar. Tan cerca y tan lejos, tan íntimamente ligado a la Albufera y tan diferentes en la esencia. Uno pone la bravura, y otra la calma. El mar pone la sal de la vida y la Albufera endulza su mirada cercana. Eternamente juntos, eternamente separados.
La tranquilidad de sus aguas, apenas se ve perturbada por pequeñas barcas de pescadores que acarician su superficie con el mimo de un hijo cuando acaricia a su madre. Esa madre que alimenta y cuida de sus hijos. Los arropa y los mima. Y se hace querer…
Junto a su orilla los muelles de madera acarician sus aguas, tan unidos a ella que son parte suya. Crean la estampa de su perfil, tan bella como si la hubiesen preparado para una ocasión especial. Como cualquier atardecer en sus brazos sintiendo la calidez de sus aguas y viendo al sol irse con la promesa de volver al día siguiente…